HAN pasado unos días. El dolor agresivo por la
muerte de un torero, de un gran torero, se remansa, es menos intenso, aunque mantenga la profundidad de lo
que deja huella y la angustia de la ausencia.
Montoliu no se fue de puntillas. Se ha ido como los grandes, como los mejores, en plena juventud y en la
plaza, regando de torera sangre el dorado albero de la Real Maestranza.
Si la Parca no se hubiera cruzado con su fea, con su horrorosa cara en ese día abrileño sevillano, dentro de
unas décadas la enfermedad, la vejez y el olvido, habrían acabado con su vida.
Ha muerto pronto, demasiado pronto, pero con una gloria insuperable. Ahora mismo ha sobrepasado
el renombre y la fama de los Blanquet, Morenito de Valencia, Alfredo David, Alpargaterito..., sus ilustres
paisanos, orgullo de los temos de plata.
Quisiera que estas líneas consolaran a ese hombre entero, el viejo picador Montoliu, pero no con unas frases
de trámite, de condolencia periodística, al estilo de las necrológicas de sección de sociedad de los periódicos.
Su hijo, maestro, ha muerto en la ejecución de un gran par de banderillas: elegante en el caminar,
torerisimo en el cuarteo en corto, puro, purísimo, en la reunión, auténtico y entregado en la ejecución y
excesivamente confiado y embriagado de arte a la hora de salir
de la cara del toro. Porque la propia gloria torera, el regusto agridulce de su propio arte, fue lo que le costó
la vida*
En pocas horas se ha convertido en el torero más famoso del mundo. España entera lo vio. Las imágenes
cruzaron los mares en el V Centenario del Descubrimiento, para ejemplarizar de torería, de gallardía y de
arte a quienes abandonan algún día los oros y se sonrojan por ser «subalternos».
¿Subalterno Montoliu? Calle, usted, hombre. Artista y profesional (que hay artistas que no son
profesionales y profesionales que no son artistas) y triunfador nato, incluso a la hora negra de la muerte. En
veinticuatro horas salió en hombros por la Puerta del Príncipe y por la de la calle de Játiva, de su valenciana y
centenaria plaza. No le llevaban cuatro golfos de los
que después pasan por el hotel, sino los toreros, los aficionados, el toreo, todo el toreo, que, en el fondo, sabe
que la gloria más grande de un torero es morir en la plaza, en el acto a la vista de millones de espectadores,
todavía muy lejos de esa cornada que nos horroriza a
todos, la del cáncer, la de los tubos, la de la UCI o la de la hemiplejía. Muerte torera, que le abre de par en par
las páginas de la historia del arte de torear.
Aplausos, 11 de mayo de 1.992 |