Curro RomeroMartes, 24 de octubre de 2000 ADIOS, VENCEDOR DEL TIEMPO... Otros anuncian que se van y se van y se van, y no se han ido. Que
se van a ir. Romero, no. Romero había toreado tres novillos de
Zalduendo en el festival de Andex en la plaza de carros de La
Algaba, que es chispa más o menos como entrar en un cuadro de Solana,
en una acuarela de Antonio Casero, en un dibujo de Martínez de León.
"Espoleta" se llamaba el último novillo que mató con el
traje corto nuevo, colorcito guardiacivil, que le había costado
cincuenta mil duros, porque el festival de Andex era en plan
sastre del Campillo: Curro cosía de balde y ponía el hilo. Después
de matar los tres novillos, Gonzalito le quitó el traje corto, se
duchó y se fue a Los Remedios, a casa de Sebastián, a comer en unión
y compaña de sus amigos. El día, que había amanecido con un
sol viejo y una calor antigua de plaza de carros, se había metido
en nubladitos cuando estaba anocheciendo. Fue entonces cuando vino
la soledad. Nadie, en los tendidos, piensa en la soledad del héroe. A
veces, detrás de la victoria, no hay nada. - Curro, ¿pero tú has visto qué mata de romero, si esto
no es una mata, si esto es un árbol? Y con su suprema,
cernudiana, andaluza indolencia, me dijo: Bueno, pues allí, a Egipto, se retiró el Faraón cuando dejó a
su corte una vez que terminaron de comer en casa de Sebastián. Eran
ya más de las ocho de la tarde. Y allí en su piso de comisario
del 92 se encerró aproximadamente, pienso, como Juan Belmonte aquella
tarde en Gómez Cardeña. Nada más y nada menos que la soledad de
un hombre. Pensó en el tantarantán del volteretón que le había
dado el segundo novillo a Morante de la Puebla. Pensó en el piso de
plaza de La Algaba. Pensó en los tejemanejes impuros, comerciales, él
que siempre anda a vueltas con la pureza, bendita sea tu pureza,
Curro, y eternamente lo sea, pues Sevilla se recrea en un lance de
belleza. - Fernando, quiero añadirte una cosa. El silencio, y
luego: Qué bonito es el silencio, Curro. El silencio del campo de Gambogaz donde, guardando las vacas de Queipo de Llano y oyendo los oles desde la plaza de Sevilla, empezó a soñar con querer ser torero. El silencio de aquel cuarto del Hotel Cecil Oriente, el día del debú con caballos en Sevilla y de las dos orejas de "Radiador". El silencio de los cuartos del hotel después de "Flautino", de "Soneto", de las siete puertas grandes de Madrid, de las cinco puertas del Príncipe. El silencio de la Dirección General de Seguridad aquella noche del toro al corral. El silencio del portalón de cuadrillas de Las Ventas al día siguiente. El silencio de la enfermería de Zafra cuando el cornalón. El silencio de las fichas de dominó sobre el mármol de la Peña Trianera. El silencio de los pinares de Aznalcázar, toreando de salón en la soledad. Era ese silencio el que había en aquel piso de Ciudad Expo, a
solas con la soledad, cuando le estaba diciendo, con lágrimas de
hombre, a Fernández Román: La historia, Curro, no ha hecho más que empezar. Ahora es cuando empieza la leyenda. Lo supe cuando acababas de colgar el teléfono con Román y lo descolgaste en mi llamada. Se oía la soledad. Te dije lo de tantas tardes malas y amargas, pero también lo de tantas tardes de dos orejas cambiadas por ramas de romero. Sencillamente: Esa es su palabra preferida como deseo en el arte: perfecto.
Lo aprendió de Rafael el Gallo, como aprendió a coger el capote con
Salomón Vargas: "Perfecto es lo que está bien
arrematao". Esto está bien arrematao. Perfecto. Un mito que
empezó en una plaza de pueblo, en La Pañoleta, y que acaba en
otra plaza de pueblo, en La Algaba. Lo malo, Curro, es el sentido del
tiempo. Muchas veces te dije que eras para todos nosotros el
retrato de Dorian Grey. Desde aquella tarde del debú con los
novillos de Benítez Cubero, eran tantos años ya que ni nos acordábamos.
Siempre. Llegaba otra temporada, y tú estabas allí abajo, liado para
el paseo, y nosotros estábamos allí arriba, para esperarte, siempre
hay que saber esperar. Y cuando te veíamos como eterno vencedor
del tiempo, nos creíamos que las hojas de los almanaques no habían
pasado. Que como tú estabas allí igual que siempre, perfecto,
nosotros también estábamos allí igual que siempre, fuera del
tiempo. Que aún teníamos dieciséis, veintidós años, y que estábamos
viéndote con los seis toros de Urquijo, o con aquel sobrero de
Clemente Tassara, o aquel día del Corpus. Que nosotros éramos también,
contigo, vencedores del tiempo. Nos mirábamos en el espejo de un
capote, que no era este capote de ahora, el capote del árbol del amor
de esta Feria, el capote de la Goyesca de Antequera, el capote de Málaga
este verano, y nos creíamos que estábamos viendo todavía aquel
capote de 1957, cuando Mondeño se cayó del cartel y fuiste al mato
de los melones a decirle a tu padre que el domingo toreabas en
Sevilla. El domingo, Curro, seguirás toreando en Sevilla.
Siempre seguirás toreando en Sevilla, porque la última verónica que
te vimos echando la pata alante hasta la calle Adriano, ese natural
con el que mandaste el toro hasta el Cruce de las Cabezas, aún no han
terminado, aún la seguimos viendo despacio, siempre despacio, hasta
para plantar melones. Queda, eso sí, este sentido del tiempo que
se nos ha echado encima de golpe. Tú quizá no lo sepas, Romero, pero
a efectos de la Historia del Toreo, el domingo en La Algaba, acabó de
verdad el siglo XX.
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