Cante y canto es el toreo...
Manuel RAMÍREZ
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Curro
Romero junto a Rafael de Paula. J.M. Serrano |
Ya lo dejó dicho José Bergamín —cante y canto es el toreo/ es
cante en Rafael de Paula/ y canto en Curro Romero—. Y antier por la
tarde, entre palmas por bulerías y llantos de bronce, entre la cima
de uno y la sima del otro, entre el triunfo de Curro y el adiós de
Rafael, entre las mismas muñecas toreras que mecen las embestidas y
duermen los pulsos, hubo el abismo del orto y el ocaso, alfa y omega,
el infinito de la gloria y el cero de un infierno que ya, Dios mio, no
podrá decir más aquello que en Jerez suena a compás porque Jerez es
el compás, de... «hoy torea Rafael, y tó el barrio de Santiago está
rezando por él», porque Rafael lloró después de torear y Romero
quizás se llorara por los adentros tanto cuando veía a Rafael
templando su verónica como cuando Paula se tiraba de la coleta
rompiendo el misterio de un toreo de bronce puro que hace —no quiero
escribir hacía...— carteles en cada lance o en cada muletazo.
Porque hay entre este cante, el de Rafael, y este canto, el de
Curro, el garabato genial que hacen de cada uno de sus toreos cante y
canto, canto y cante bajo el denominador común de lo impensable, lo
increíble, lo inmarchitable y lo imperecedero.
Tenía que ser en Jerez, como en Jerez fue cuando el 12 de
setiembre de 1964 —no hagan la cuenta de cuántos años han pasado,
yo se la hago: casi treinta y seis...— Antonio Díaz Cañabate
escribía —y fíjense si no parece que el viejo maestro también
hubiese estado antier en Jerez— lo que sigue:
«Estamos en la plaza de toros de Jerez. Son las siete de la tarde.
¡Qué hermosura de calor y de color! ¡Qué buena almagama la del
color y el calor de la Baja Andalucía! Tenemos sed. ¡Qué bien vendría
una copita de vino! Curro Romero está en el ruedo. Clarines del último
tercio. Curro Romero no coge la espada ni la muleta, sino una botella
y un catavino. ¿Cómo va a torear con un catavino y una botella? ¡Ah!
es que el catavino tiene la forma de una muleta y la espada es la
botella. Tenemos sed. Estamos sedientos por ver el arte del toreo que
duerme hace tiempo en las soleras de muy poquitos toreros. Curro
Romero nos lo va a servir. ¿Fino?¿Oloroso? ¡Vaya por el oloroso!
Empieza a torear, cada pase un sorbo. El vino de Jerez, como todo lo
exquisito, es preciso saborearlo lentamente. Lentamente torea Curro
Romero. Al cuarto o quinto pase, ya estamos peneques, ya baila y
brilla en nuestros ojos la embriaguez que se deriva de lo bello. Los
pases se suceden con espacio y despacio. El toro es noble, acude dócil,
pero es necesario tirar de él, templarle. El toro tiene su temple. El
torero tiene el suyo. Se unen los dos. Arte puro. Ni una sola vez una
postura forzada o violenta. Ni por asomo aparece el mal gusto. Los
pases se suceden variados. Cada remate es distinto. A cual más
graciosos y garbosos. A cual más torero. El vino oloroso de Curro
Romero ya se nos ha subido a la cabeza. La plaza de toros de Jerez está
borracha de euforia. ¡Qué a punto grita el ole!».
«Tenía que ser el Jerez —seguía escribiendo Cañabate— donde
el toreo de Curro Romero se convirtiera en vino oloroso. Toda la plaza
borracha de entusiasmo, y Curro Romero, tranquilo, sirviendo las copas
de los pases. Curro Romero se perfila, arranca recto y clava media
espada en la yema. Rueda el toro sin puntilla. El toro y el torero
también estaban borrachos. Las dos orejas y el rabo. Bueno ¿y qué?
¿Qué es eso? ¿Qué es eso al lado de los brincos del corazón
emocionado por el arte puro, por el arte de torear olorosamente? Cada
pase un efluvio. La faena de Curro Romero ha sido una de las más
completas que he visto en estos últimos tiempos. No estoy equivocado.
El arte de torear es lo que vengo proclamando sin desmayo contra el
viento y la marea de pasajeras ofuscaciones, que encierran su mérito,
pero que no pueden compararse con la auténtica, pura y eterna belleza
de lo que es el arte de torear».
No es la primera vez que Romero, como han leído, haya formado un
alboroto en Jerez. Ni, en el plan que está, será éste el último.
Siempre que haya un toro por salir a una plaza, y esté Curro Romero
en ella, podremos seguir soñando el toreo. Por eso, antier por la
tardenoche, cuando hervía Jerez y Sevilla dentro de su plaza,
volvieron a sonar, ay, los teletipos de las amapolas para que por
Camas se supiera —ahora los teletipos son los móviles, pero las
amapolas siguen teniendo el color de las muletas...— que Curro había
cortado un rabo en Jerez, lo que son las cosas, cuando hizo ayer, 19
de mayo, treinta y cuatro años que este mismo torero cortaba ocho
orejas en la Maestranza a seis toros de Murube.
Por eso antier, y ayer, y hoy, y por mucho tiempo, seguirá el
currismo todo metido en los recuerdos de siempre y se tarareará aquel
«Huele a Romero» que Manuel Mancheño Peña, «Turronero», cantaba
aquel «y, si algún día, te vas del toro, nos moriremos de pena,
recordando aquella tarde, con aquel toro de Núñez en Jerez de la
Frontera» que, cambiando Núñez por Juan Pedro, se actualiza hasta
ayer mismo.
Y, mientras uno tocaba la gloria con su toreo, Curro, otro, Rafael,
entraba en las candelas de las lágrimas. El canto sin el cante. He oído
hablar a Romero de Paula como a Rafael de Curro. Y siempre fue difícil
calibrar quién admira más a quién, porque uno, a su manera —este
Rafael de bronce— dice, musitando el hablar, pensando tanto como
saboreando lo que quiere decir, arrastrando cada palabra como barre su
capote el albero en embestidas de caramelo, que, mejor que Curro,
nadie; y otro, también a su forma —este Curro faraónico— dice,
todavía con menos palabras y a veces tan sólo con un gesto, que
Paula es... Paula.
Uno vio, hace ya tiempo, cómo Rafael, en un buen toro suyo, cuando
su capote le había bordado el toreo de cintura y muñeca, sentimiento
y quejío que le salen de su alma torera, irse despaciosamente hacia
Romero, con los andares descompasados de su propio compás, a
ofrecerle al faraón sus propias telas para que siguiera bordando,
porque puedo asegurar -y que me desmienta el viento- que nadie
disfruta tanto viendo mecer el capote a este camero como este gitano
legítimo de percales de bronce.
Un día escribí que todavía había que aguardar a verlos juntos
de nuevo en un cartel para soñar con él desde las vísperas. Si sale
éste, escribí, y si, encima, rompe en toreo, se habrá llegado al
cielo. Y, si no rompe ese toreo que se sueña más que se vive —aunque
antier se vivió más que soñarse— tampoco es poco que se desee
vivir sobre lo soñado.
Y tuvo que ser antier, y en Jerez, con su tierras y con su gente,
donde Rafael fundiera su toreo de ley y el sí rotundo de su arte, con
el no profundo y doloroso de no poder más. Ya escribió Felipe Benítez
Reyes —paulista del alma— que «Rafael es torero que no parece
entender el toreo como profesión, sino más bien como revelación. Y
si no como revelación —que puede sonar a cosa de santos y
visionarios— sí desde luego como expresión. Como expresión de una
manera de concebir y sentir y entender el sometimiento y muerte de un
toro bravo. Y concebirlo, sentirlo y entenderlo por ser quien es y por
ser como es: torero elegido por el misterio, y víctima de él. Porque
no da Paula la impresión de ser torero de virtudes adquiridas, sino
de dones regalados y “su manera” ni se aprende ni se enseña: suya
es y con él acabará».
Con él, antier, en su plaza y con su gente, parece que acabó —su
trayectoria profesional, no su magia torera— toda una forma, y “su
manera” de hacer el toreo. Nos quedarán en la retina los vídeos de
otros tiempos, aquella tarde en la madrileña Vista Alegre, con
Antonio Bienvenida y Romero —Curro vuelve el martes a esa misma
plaza que ahora es distinta— y tantas donde Rafael siempre dejaba
abierto el portillo de las ilusiones. Al tirar la coleta, como un
brindis hacia el destino, para Jerez se le iba un pedazo grande de sus
sentires toreros; a la fiesta de los toros, una figura para paladares
exquisitos que jamás confunden la cantidad con la calidad y les
sobraba una gota de perfume sin hacerle falta una garrafa de colonia;
y para Romero, el canto según Bergamín, se le iba, con el adiós de
Paula, el cante de Rafael. Esa música, ese canto, ese melodioso eco
que escuchamos con los ojos y con los oídos vemos. Tuvo que ser en
Jerez porque era imposible que hubiese podido ser en ninguna otra
parte...
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