«CUANDO uno de mis amigos aficionados a los toros supo que me habían
invitado a dar el pregón de la Feria de Sevilla, exclamó: “¡Pero eso es
más importante que ganar el Premio Nobel!”». Así se abría de capa Mario
Vargas Llosa en el tercio de sombra del teatro Lope de Vega, cuando el
23 de abril del año 2000 comenzaba el XVIII Pregón Taurino de Sevilla.
Me imagino que ese mismo amigo aficionado, no sé si de la limeña plaza
del Acho o de la sevillana del Arenal, cuando supo que le habían dado el
Nobel, exclamó: «¡Pero eso es casi tan importante como el pregón taurino!».
Importancia por importancia, del mismo modo que Vargas Llosa llevó el
Nobel al pregón sevillano, ha llevado la verdad del toreo a su discurso
ante la Academia Sueca. El discurso de la belleza de las cosas. ¿No se
habla tanto de los silencios de la plaza de Sevilla? Pues cuando Mario
Vargas Llosa se abrió de capa en el tercio de sombra de Estocolmo, se
escuchaba ese silencio. Vargas, que tiene paladar como aficionado
antiguo, desde que su abuelo Pedro lo llevaba a la plaza de Cochabamba,
quiso que su discurso del Nobel se escuchara el silencio de Sevilla. Y
se llevó a la Academia Sueca el silencio torero en forma de montera: la
montera de Curro Romero. ¿Cuántos silencios de Sevilla ha escuchado la
montera de Curro en la esperanza del paseíllo, en las muñecas bajas de
una verónica, o luego en el callejón, tras pedir la venia al usía,
amorosamente guardada por Gonzalito el mozo de espadas, cuando su muleta
detenía el tiempo? Vargas Llosa se llevó a Estocolmo los silencios
flamencos de la montera de Curro: «¡Vamos a escuchar!». La montera de
las moritas. Una montera con historia. Con coplas. Es la montera del que
fue su suegro, Antonio Márquez. Aquel Belmonte Rubio por cuyo amor llevó
Concha Piquer anillo sin fecha por dentro. Como Vargas ayer, yo he
tenido en mis manos esa montera, y he palpado que en sus rizos como de
testuz del toro de Gerión se ha depositado a lo largo de los años mucho
arte, mucho tiempo detenido por las muñecas de un capote, mucho aroma de
una ramita de romero. Mucha armonía. La armonía del Arte de la
Tauromaquia.
La montera de Curro tenía que haber estado en el atril del Nobel cuando
Vargas hacía el paseíllo en su alternativa con la eternidad de la
Literatura. Vargas, ¡qué nombre más torero! Vargas, como Salomón Vargas,
aquella escultura gitana de Martínez Montañés de la que Curro aprendió
la perfección del capote. Vargas, como aquel Ramón Soto Vargas cuya
sangre llenó de muerte la plaza de los silencios, un día de agosto.
Vargas, como la Venta de La Isla donde cantaba Camarón mientras le
hacían compás los grillos de los esteros. Este Vargas tan torero cumplió
el sueño de la peña taurina Los Suecos de Estocolmo, la de Lars Swärd,
el compadre de Curro. La montera que Curro nunca le emprestó a su
compadre para que se la enseñara a los socios de la peña mientras veían
una vez más el vídeo de lo de Antequera, o lo de Almería, o lo de
Sevilla, la plantó Vargas Llosa en la Academia Sueca. La montera de un
excelentísimo señor académico de Bellas Artes de Sevilla, del Toreo como
Bella Arte, ante la Academia sueca. Y como el Nobel y el pregón, total,
vienen a ser lo mismo, la montera estaba repitiendo con su silencio las
palabras que dijo Vargas cuando el Nobel, digo, cuando el pregón: «Entre
todas las artes, acaso la más difícil de explicar racionalmente sean las
corridas de toros, una fiesta que conquista las emociones y sensaciones,
esa facultad de percibir lo inefable, lo innominado, que fraguan la
sensibilidad y la intuición, exactamente como ocurre con la poesía o la
música».